Llegar
a la Manga fue todavía más largo que ir hasta Almería, no sólo porque hubiera
más kilómetros, sino porque, tal vez, ya lleváramos varios días conduciendo y
conduciendo y la carretera se nos hacía monótona. Una vez llegamos a la Manga,
¡ésta no se acababa nunca! Recorrimos casi los 21 kms buscando un lugar donde
aparcar y poder pasar la noche tranquilamente y, por fin, encontramos un sitio
donde poder descansar. A pesar de haber salido sobre el medio día y que el gps
marcaba que tardaríamos poco más de 2 horas y media, llegamos ya casi de noche
a nuestro destino.
Tan sólo paramos para comer, para repostar y para merendar y el viaje fue
eterno. No sé qué hicimos para tardar tanto en recorrer los poco más de 200km
pero la verdad es que ¡tardamos un montón!
Por fin
llegamos a la Manga. Podíamos ver el mar a uno y otro lado de dónde estábamos,
el mar frío (Mediterráneo) y el mar caliente (Menor) como decía Èrika. Vimos la
puesta de sol tras el mar Menor y tras los edificios de San Javier y salimos a
pasear a la luz de la luna después de cenar. Nos hacía mucha falta un poco de
tranquilidad y un paseo para estirar las piernas después de tanta carretera. El
paisaje era muy bonito, con las luces de las casas de San Javier al otro lado
del Mar Menor y la inmensidad de la oscuridad al mirar hacia el Mar
Mediterráneo. Lástima no tener una cámara lo suficientemente buena para captar
esa maravilla, ¡hay que verlo y vivirlo! Esa noche pudimos encontrar el lugar
perfecto para ir a disfrutar de la playa al día siguiente y un aparcamiento
grande donde poder pasar la siguiente noche.
Por la
mañana nos preparamos temprano para ir a jugar a la arena. Hacía muchísimo
calor, así que era un día perfecto de playa y el mar Menor estaba calentito, ¡lo
suficiente como para bañarnos en pleno mes de Marzo! Preparamos todos los
bártulos de playa (manta de cámping, juguetes para la arena, agua, galletas,
gorras, chanclas…) y nos fuimos tal veraneantes en pleno mes de Agosto, las
únicas diferencias: no había nadie en la playa y era un día entre semana del
mes de Marzo.
Una
ligera brisa nos mantenía en la realidad y es que aún no era, ni tan siquiera,
primavera. El invierno aún tenía algo que decir pero la verdad es que a media
mañana hacía un calorcillo comparable al mes de Julio en Cataluña, así que la temperatura
exterior y la temperatura del agua nos invitaron a Èrika y a mí a un pequeño
baño invernal pero muy cálido. Èrika se metió y salió del agua y jugó en el mar
hasta cansarse. Aniol hizo lo mismo en la arena y después los dos hicieron
castillos, túneles y pozos a la orilla del mar.
Por la
tarde el calorcillo dejó paso a un viento suave pero frío que nos hizo recordar
que aun faltaba más de una estación para el verano. Pusimos chaquetas y nos
fuimos a visitar el final de la Manga, ese lugar en el que las salinas y las
casas unifamiliares deshabitadas conviven casi todo el año, hasta que las
oleadas de veraneantes llegan para invadir un paraje natural precioso.
Pasar
el puente y llegar a Veneziola es transportarse a una pequeña Venecia,
concebida como tal por el arquitecto Toni Bonet y desde allí tomamos una de sus
calles circulares para llegar al mar Menor.
Observamos a los flamencos que
reposaban tranquilamente y a los que parecían organizar un baile de cortejo
improvisado pero ordenado en el que los cuellos se movían y abrazaban
elegantemente, a la vez que los cuerpos se estiraban y doblaban con cortesía.
Estuvimos un rato observando hasta que los peques se cansaron.
Después
un paseo por las “arenas movedizas” como decía Èrika hasta llegar, de nuevo, al
mar Menor donde pudimos ver la golas, el lugar en el que Mediterráneo y Menor
se dan la mano y unen sus aguas.
De
regreso a nuestra casa con ruedas paramos en el puente a tomar algunas fotos.
No es que éste sea muy alto, ¡pero las vistas son preciosas!
Esa noche la pasamos también en la Manga y al día siguiente partimos hacia Elche. Volver a la Manga después de tanto tiempo fue especial. En realidad no recordaba nada de cómo era, tan sólo que cuando era pequeña me encantaba ir a la playa allí. Ha cambiado mucho desde que yo veraneaba en Cartagena pero saber que mi infancia transcurrió, en parte, en aquél lugar, hizo que la visita a la región de Murcia fuera, sencillamente, especial y familiar.
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