viernes, 1 de julio de 2016

Los duros "re-inicios"

¡Qué ilusión! ¡Por fin en la carretera! ¡Cómo lo añorábamos! Pero hay que reconocer que, por mucho que nos guste esta manera de vivir, no siempre es fácil. De hecho, “fácil” no sería una palabra adecuada para definir nuestro modo de vida. Después de casi un mes en una casa de casi 100m2 meterse en una autocaravana de menos de 10m2 ¡tiene su intríngulis!


Todo debe estar perfectamente ordenado, cada cosa tiene su sitio y con niños, a veces, el sitio de algo es el suelo directamente, como las cajas de juguetes que se sitúan perfectamente debajo de la mesa, por ejemplo. Con el día a día uno se acostumbra a dónde están las cosas, cómo moverse para no molestarse, cuál es el trabajo en cadena que toca llevar a cabo y todas esas cosas que hacen que la vida en un espacio tan reducido sea lo más práctica y agradable posible. Pero los primeros días son los más costosos…


Los peques tienen su “habitación” que no es más que una cama y allí deben ponerse el pijama para que podamos recoger la mesa después de cenar. A la hora de recoger los juguetes uno debe recoger todo lo que han dejado por el suelo y la mesa y otro todo lo que han tirado sobre la cama. Mientras uno de nosotros friega los platos el otro acuesta a los niños y les cuenta un cuento medio encorvado en su cama sobre la que no cabemos sentados sin doblar el cuello.

Otra de las obras de ingeniería a la que debemos someter la autocaravana es el orden en la nevera. Es pequeña y enseguida se llena, por lo que hay que aprovechar perfectamente cada rincón. Y ¡Qué contar del baño! Vamos, que nos hemos vuelto unos expertos en espacios pequeños.

Y bien, después de unos días así (3 o 4, no más), intentando encontrar el orden y el equilibrio malabarístico en la organización del día a día, ¡la cosa vuelve a funcionar perfectamente! Y ese descontrol de los primeros días se olvida de nuevo.


Mientras intentábamos readaptarnos a nuestra pequeña casa viajamos hasta Pamplona donde pudimos pasar un día muy bonito en familia. Los peques se lo pasaron genial con la Bisa y jugaron con los juguetes de cuando mis hermanos y yo éramos pequeños, incluso alguna muñeca de mis tías salió del armario para deleitar a Èrika. Tan sólo estuvimos un día en Pamplona, dormimos por los alrededores y al día siguiente pusimos rumbo a Francia. En esta ocasión no visitamos nada de Pamplona, aunque la ciudad vale mucho la pena, pero ya hemos estado allí muchas veces, así que esta vez no salimos de casa de la Bisa más que para ir a nuestra casa con ruedas y al súper.


Por la tarde llegamos a Biarritz donde me reencontré con una amiga con la que tan sólo había coincidido en un curso durante dos fines de semana y con la que, sin saberlo, tenemos más cosas en común de lo que recordaba. Hablamos como si nos hubiéramos visto ayer mismo, nos contamos nuestros planes, nuestras ilusiones, nuestros sueños y en tan sólo un par de horas nos pusimos al corriente de nuestras vidas como si no hubiera pasado nada de tiempo desde la última vez que nos vimos y como si nos conociéramos desde pequeñas. ¡Estos encuentros merecen la pena!


Esa noche dormimos en Biarritz y al día siguiente fuimos a la playa. Yo no estuve más de 20 minutos allí. ¡El viento me helaba todo el cuerpo! Habíamos pasado casi un mes a temperaturas muy agradables, sin nada de frío, yendo con una sola manga o, como mucho, una chaqueta e incluso ¡nos habíamos bañado en el mar! y, de repente, el Atlántico me atizaba con toda su fuerza, con viento frío (para mi helado) que no cesaba y con más nubes que claros. Los peques quisieron quedarse, normal, estaban en la playa, con arena, cubos y palas, para ellos ¡eso es casi el paraíso! Así que mientras ellos jugaban en la playa yo me acurrucaba en la autocaravana a escribir un rato.

Después de comer pusimos rumbo a La Duna de Pyla, ¡pero eso ya es otro capítulo!

martes, 7 de junio de 2016

Lo que debía haber sido y lo que fue.

Tú puedes hacer planes, tenerlo todo previsto y organizado, soñar con algo en concreto y desearlo con todas tus fuerzas, pero a veces la vida te prepara otro camino muy distinto, que no se parece en nada a lo que tú esperabas. Y eso es, precisamente, lo que nos pasó en Semana Santa.

El plan original consistía en pasar unos días en Valencia, visitando familia y quedando con amigos. Ver el Oceanográfico y descubrir el Bioparc. Estábamos convencidos que a los peques les encantaría, y más después de ver la buena acogida que tuvieron los peces cuando los vieron en Mazarrón.

Teníamos muchas ganas de ver a mis tíos y prima a los que hacía más de un año que no veíamos y unas ganas inmensas de reencontrarnos con unos amigos a los que hacía más de cuatro años que no veíamos. Nos esperaba una semana de reencuentros y visitas interesantes.

Antes de marchar a Valencia hicimos un alto en casa de la Abuela, tan sólo tres días de visita exprés, pero la mañana anterior a marchar hacia Valencia, Aniol amaneció con unos cuantos granitos sospechosos y la sospecha se confirmó: Varicela. Así que nos quedamos en casa de la Abuela a pasar esa varicela. Cambio de planes, anulamos Valencia, nos sentimos fatal por no poder ver a todas esas personas especiales con las que hacía tanto tiempo que no coincidíamos y posponemos la visita para más adelante. Repensamos la ruta que ya no pasa por Valencia y pensamos en dirigirnos hacia Pamplona para entrar en Francia por el este. Vamos a esperar 10 días para que Aniol se mejore, no sea contagioso y pueda pasar la varicela lo más cómodo posible.

Hacemos los planes, siempre pensando que, probablemente, se tendrán que deshacer porque Èrika aún no ha pasado la varicela y lo más probable es que se contagie. Esperamos unos días más, pero parece que nuestra hija es inmune, así que hacemos los planes y… Èrika se levanta con unos cuantos granitos el día anterior a marchar… De acuerdo… Alguien, algo o lo que sea ha decidido que deberíamos pasar más tiempo en tierra firme, con la Abuela y anclados a una casa con raíces, parece que nuestras alas (o nuestras ruedas) no complacen a ese algo o alguien, así que pasamos la segunda varicela y esperamos 15 días más… ¡Ya llevamos casi un mes sin viajar! Se nos hace eterno. Incluso los niños que adoran a su Abuela y siempre nos están pidiendo ir a su casa nos empiezan a preguntar cuando nos iremos, nos dicen que están aburridos de estar siempre en el mismo sitio, que quieren ir a su casa con ruedas… Vaya, ¡parece ser que a ellos también les ha entrado el síndrome del eterno viajero!

Ya que debemos quedarnos un poco más de tiempo aprovechamos para, el último día de estancia cerca de Barcelona, hacer una salida en familia al Tibidabo y pasar un día entre semana en el parque de atracciones. Una gozada, pues aunque no estuviera abierto todo el parque, pudimos subir a todas las atracciones sin hacer colas, pues no había casi nadie. Los peques se lo pasaron genial, ¡incluso hicieron alguna amiguita! Y se llevaron un buen sabor de boca de ese mes sin movimiento.


En fin, después de estar casi un mes en el mismo sitio y una vez todos recuperados de la varicela, por fin nos ponemos en marcha rumbo a Pamplona a visitar a la Bisabuela de los niños y a algunos de mis tíos. La visita será más corta de lo que habíamos pensado en un principio, pero después de tanto tiempo parados debemos recuperar un poco de tiempo para poder llegar a donde queremos.

domingo, 29 de mayo de 2016

De palmera en palmera y tiro porque estoy en Elche

Hablar de Elche es hablar de palmeras, ¡de muchas palmeras! Las hay por todas partes, la ciudad está llena de estos árboles, no sólo en los palmerales señalados como tal, sinó también por el resto de calles.


Ese día llegamos y aparcamos sin problemas al lado de la Universidad y de la escuela de música. Un sitio ideal, muy cerca del centro de la ciudad y muy bien comunicado para ir tanto a pie como en transporte público a cualquier lado. Como llegamos bastante tarde ya no había demasiados coches aparcados, así que escogimos sitio y nos pusimos a dormir.


Por la mañana no se oyó demasiado jaleo de estudiantes pero sí se llenó el aparcamiento de coches. Nosotros nos levantamos con calma y nos dirigimos hacia la oficina de turismo. ¡Nos dieron un mapa con dos itinerarios para ver miles de palmeras! Genial, pero seguro que no hacíamos ni la mitad de uno de ellos.

Decidimos ver un poco de arquitectura y jugar en el parque y dejar para la tarde la visita al famoso palmeral.


Primero visitamos la catedral de Elche. Sencilla pero bonita. El máximo atractivo turístico consiste en subir a la torre y admirar las vistas de la ciudad y todas sus palmeras pero nosotros no subimos. Íbamos con el cochecito a cuestas, Aniol con pocas ganas de caminar y yo no tenía ánimos para subir tantos y tantos escalones, así que decidimos ver la ciudad a pie de calle y dejar las alturas para los más atrevidos o para los pájaros.


Por los alrededores de la Catedral pudimos ver curiosidades, como la puerta lateral enmarcada por un lado por el sol y por el otro por la luna.


O los peregrinos que nos encantaron y nos recordaron nuestro Camino de Santiago aun por acabar.


Las vírgenes en la calle de detrás le parecieron princesas a Èrika, ¡cómo no! Cualquier mujer con vestido largo y algo en la cabeza es una princesa para ella. Le explicamos quienes eran pero ella nos dijo “vale, pero también son princesas”. Pues de acuerdo, tal vez todas las mujeres llevemos una princesa dentro…


La Alcúdia y los chorros de agua que hay justo delante fueron un lugar ideal para que los mayores descansáramos un poco y los peques disfrutaran intentando no mojarse mientras corrían entre los surtidores de agua.


Muy cerca de la oficina de turismo y a mitad de camino hacia nuestra casa con ruedas había un parque lleno de palmeras dónde pudimos ver las primeras palmeras singulares de Elche y donde encontramos un parque infantil. Evidentemente tocaba parar y dejar que los peques se divirtieran durante un buen rato. A la hora de comer fuimos a casa y por la tarde, después de una buena siesta, a ver el famoso palmeral.


Creíamos que el Palmeral estaba más cerca de lo que resultó estar y después de atravesar casi todo Elche, ver sus calles, merendar churros y helado y caminar y caminar, por fin llegamos al inicio del Palmeral. Perderse por allí fue bonito. Palmeras y más palmeras plantadas en huertos. Cada huerto con su nombre y en algunos de ellos palmeras con formas raras, palmeras singulares, de esas que hay que ver.


A Èrika le gustó mucho subir a una de las palmeras que ha crecido totalmente paralela al suelo.


Y también disfrutó sacando la cabeza por el agujero de una palmera que ha crecido con esta curiosa singularidad.


La vuelta por el palmeral se hizo larga. Al fin y al cabo todo el rato estabas viendo lo mismo y a los peques se les hacía pesado y por más que inventáramos juegos, cantáramos a voz en grito, hiciéramos ziga-zaga con las palmeras e imagináramos ser mil personajes distintos, ellos cada vez estaban más cansados y aburridos, hasta que regresamos a la civilización y topamos con un parque que, aunque estaba lleno, hizo que a los peques se les olvidara por un rato el aburrimiento y el cansancio que llevaban encima.


Finalmente llegamos a casa y todos caímos rendidos en brazos de Morfeo.


Al día siguiente acabamos de ver el primer parque en el que estuvimos el día anterior ya que allí también había palmeras que no nos podíamos perder y descubrimos un pequeño estanque con patos. A los peques les encantó el estanque y poder jugar una mañana en un parque bastante grande todo para ellos.
Por la tarde pusimos rumbo a Catalunya, con la intención de pasar dos noches y volver a nuestras aventuras, pero esta vez el destino nos tenía preparada una sorpresa...

martes, 24 de mayo de 2016

La Manga del Mar Menor: El lugar ideal para bañarse en el mar en pleno invierno

Llegar a la Manga fue todavía más largo que ir hasta Almería, no sólo porque hubiera más kilómetros, sino porque, tal vez, ya lleváramos varios días conduciendo y conduciendo y la carretera se nos hacía monótona. Una vez llegamos a la Manga, ¡ésta no se acababa nunca! Recorrimos casi los 21 kms buscando un lugar donde aparcar y poder pasar la noche tranquilamente y, por fin, encontramos un sitio donde poder descansar. A pesar de haber salido sobre el medio día y que el gps marcaba que tardaríamos poco más de 2 horas y media, llegamos ya casi de noche a nuestro destino.

Tan sólo paramos para comer, para repostar y para merendar y el viaje fue eterno. No sé qué hicimos para tardar tanto en recorrer los poco más de 200km pero la verdad es que ¡tardamos un montón!

Por fin llegamos a la Manga. Podíamos ver el mar a uno y otro lado de dónde estábamos, el mar frío (Mediterráneo) y el mar caliente (Menor) como decía Èrika. Vimos la puesta de sol tras el mar Menor y tras los edificios de San Javier y salimos a pasear a la luz de la luna después de cenar. Nos hacía mucha falta un poco de tranquilidad y un paseo para estirar las piernas después de tanta carretera. El paisaje era muy bonito, con las luces de las casas de San Javier al otro lado del Mar Menor y la inmensidad de la oscuridad al mirar hacia el Mar Mediterráneo. Lástima no tener una cámara lo suficientemente buena para captar esa maravilla, ¡hay que verlo y vivirlo! Esa noche pudimos encontrar el lugar perfecto para ir a disfrutar de la playa al día siguiente y un aparcamiento grande donde poder pasar la siguiente noche.


Por la mañana nos preparamos temprano para ir a jugar a la arena. Hacía muchísimo calor, así que era un día perfecto de playa y el mar Menor estaba calentito, ¡lo suficiente como para bañarnos en pleno mes de Marzo! Preparamos todos los bártulos de playa (manta de cámping, juguetes para la arena, agua, galletas, gorras, chanclas…) y nos fuimos tal veraneantes en pleno mes de Agosto, las únicas diferencias: no había nadie en la playa y era un día entre semana del mes de Marzo.


Una ligera brisa nos mantenía en la realidad y es que aún no era, ni tan siquiera, primavera. El invierno aún tenía algo que decir pero la verdad es que a media mañana hacía un calorcillo comparable al mes de Julio en Cataluña, así que la temperatura exterior y la temperatura del agua nos invitaron a Èrika y a mí a un pequeño baño invernal pero muy cálido. Èrika se metió y salió del agua y jugó en el mar hasta cansarse. Aniol hizo lo mismo en la arena y después los dos hicieron castillos, túneles y pozos a la orilla del mar.


Por la tarde el calorcillo dejó paso a un viento suave pero frío que nos hizo recordar que aun faltaba más de una estación para el verano. Pusimos chaquetas y nos fuimos a visitar el final de la Manga, ese lugar en el que las salinas y las casas unifamiliares deshabitadas conviven casi todo el año, hasta que las oleadas de veraneantes llegan para invadir un paraje natural precioso.


Pasar el puente y llegar a Veneziola es transportarse a una pequeña Venecia, concebida como tal por el arquitecto Toni Bonet y desde allí tomamos una de sus calles circulares para llegar al mar Menor.


Observamos a los flamencos que reposaban tranquilamente y a los que parecían organizar un baile de cortejo improvisado pero ordenado en el que los cuellos se movían y abrazaban elegantemente, a la vez que los cuerpos se estiraban y doblaban con cortesía. 


Estuvimos un rato observando hasta que los peques se cansaron.


Después un paseo por las “arenas movedizas” como decía Èrika hasta llegar, de nuevo, al mar Menor donde pudimos ver la golas, el lugar en el que Mediterráneo y Menor se dan la mano y unen sus aguas.


De regreso a nuestra casa con ruedas paramos en el puente a tomar algunas fotos. No es que éste sea muy alto, ¡pero las vistas son preciosas!



Esa noche la pasamos también en la Manga y al día siguiente partimos hacia Elche. Volver a la Manga después de tanto tiempo fue especial. En realidad no recordaba nada de cómo era, tan sólo que cuando era pequeña me encantaba ir a la playa allí. Ha cambiado mucho desde que yo veraneaba en Cartagena pero saber que mi infancia transcurrió, en parte, en aquél lugar, hizo que la visita a la región de Murcia fuera, sencillamente, especial y familiar.




jueves, 19 de mayo de 2016

Almería: la tranquilidad se respira junto al mar

El camino hacia Almería se nos hizo un pelín largo. Nuestro destino era Cabo de Gata, pero antes queríamos parar por algún paraje precioso de la costa almeriense. Buscamos algún sitio con área para autocaravanas, pero nos fue imposible encontrar uno que estuviera cerca del mar y el precio no fuera desorbitado. Finalmente acabamos en Carboneras, no porque creyéramos que fuera un lugar de ensueño, sino porque encontramos un lugar estupendo para aparcar, justo al lado del mar con un parque infantil enfrente. ¡Al ser temporada baja no hubo ningún problema para encontrar sitio!
Estuvimos un rato bien largo en el parque, los peques jugaron y jugaron, fuimos a la playa a hacer castillos y observar el mar. Hacía frío pero tampoco nos preocupó demasiado. Cuando ya se nos hizo molesto el viento y el frío nos volvimos a casa.

Por la noche un paseo nocturno por el paseo marítimo con los peques corriendo arriba y abajo, emocionados por salir de noche después de cenar. Vieron parques en la arena y nos hicieron prometerles que al día siguiente iríamos a jugar allí, así que al día siguiente nos encaminamos a la playa para jugar en los parques y después a ver el pueblo. Carboneras no es muy grande pero tiene rincones muy bonitos: Un molino de viento en un pequeño promontorio entre las casas, un castillo en el centro del pueblo, una plaza con el suelo acristalado para ver los tesoros de la ciudad bajo tierra (áncoras, ánforas y otras reliquias marinas) y un paseo larguísimo junto al mar, ¡que para eso es la población almeriense con más kms de costa!

Después de un par de días en Carboneras pusimos rumbo a Cabo de Gata. Carreteras larguísimas rodeadas de invernaderos, el gps nos hizo pasar por caminos estrechos rodeados de plásticos altísimos hasta que llegamos a nuestro destino. Creíamos que sería difícil encontrar algún sitio donde dormir puesto que nos habían dicho que no dejaban aparcar autocaravanas por la zona, pero nos llevamos una grata sorpresa al encontrar un aparcamiento enorme lleno de autocaravanas, ¡había más de veinte!

Aparcamos, Jordi y los peques fueron a dar una vuelta por el paseo mientras yo hacía la comida y por la tarde salimos por el paseo hasta llegar al final y adentrarnos en la playa. 

Paseamos por la orilla, recogiendo pechinas y piedras, excavando y pintando en la arena, observando nuestras pisadas, las marcas que dejaban la bici y el patinete y las de los pajaritos que habían pasado por allí. Subimos hasta el camino de tierra donde Èrika se estrenó como fotógrafa y donde un grupo de ornitólogos estaba observando algún ave interesante con prismáticos muy potentes, pero nosotros no vimos nada a simple vista, así que seguimos nuestro camino, dando media vuelta y volviendo al paseo marítimo donde los peques se lo pasaron genial jugando en todos los aparatos de gimnasia que encontraron a lo largo de éste.

Fuimos en busca de alguna tienda donde comprar algunas cosas de comida y así aprovechamos para ver un poco el pueblo.
Al llegar a nuestra casa aún era de día, hacía buen tiempo y quisimos aprovechar para pasear en sentido contrario, hacia el lugar desde donde zarpaban las pequeñas barcas de pescadores. Caminamos unos metros y pudimos ver como llevaban una barca hasta el mar y un rato después, cómo sacaban otra barca para llevarla al lugar donde debía pasar la noche.

Durante toda la tarde disfrutamos de las vistas, de la brisa, del sol y, al anochecer, de una preciosa puesta de sol en el mar.

Siempre me ha gustado ver las puestas de sol en el mar ya que donde nosotros vivimos no se ven, sólo podemos ver cómo sale el sol por el mar, pero siempre me ha parecido fascinante y mágico verlo ponerse tras esa gran masa de agua salada. Así que le dijimos buenas noches al sol y volvimos a la autocaravana para cenar.

A la mañana siguiente pensábamos marchar hacia la Manga justo después de desayunar, pero la verdad es que nos sentimos muy bien en Cabo de Gata y alargamos un poco más nuestra estancia, disfrutando del buen tiempo. Aunque antes de comer partimos rumbo a la región de Murcia de nuevo.


(Esos días las cámaras no nos ayudaron demasiado y las fotos salieron borrosas, movidas, desenfocadas… siento que no podáis ver todos los paisajes que nosotros pudimos apreciar pero la tecnología no siempre está de nuestra parte…)

miércoles, 11 de mayo de 2016

Región de Murcia muy familiar

Llegamos a Cartagena y, después de aparcar nuestra casa con ruedas en el aparcamiento cerca de la universidad, nos fuimos directos al castillo de la Concepción o castillo de los patos como se conoce en la zona.

Ese es el lugar que más recuerdo de cuando mis abuelos vivían allí hace ya más de 30 años cuando yo era muy niña y pasaba los veranos en Cartagena soñando que, cuando fuese mayor, me iría en uno de esos barcos que atracaban en el puerto con alguno de esos marineros vestidos de blanco que paseaban por el paseo marítimo junto al submarino de Isaac Peral que, por cierto, ya no está en el paseo sino en el museo.


Subimos escaleras y pendientes para llegar al castillo, ¡yo no recordaba esa subida!, y por fin llegamos al estanque de los patos. Para cualquiera que haya visto varios estanques con patos o pequeñas lagunas, ese estanque es minúsculo y, dado el nombre del lugar, cualquier visitante puede esperar encontrar decenas de patos, pero lo cierto es que hay poco más de media docena si llega y en el rato que estuvimos allí, ni se movieron siquiera del lugar en el que estaban cuando llegamos. A pesar de eso, los peques disfrutaron viendo los patos y a mí me brotaron recuerdos de niñez.


Fuimos hasta el mirador para ver las vistas del puerto y de Cartagena. Nos sorprendió el viento que, por lo visto, nos acompañaría durante todos los días que estuviéramos por la región de Murcia. Vimos el anfiteatro desde arriba y seguimos hasta el castillo. Cuando llegamos ya estaba cerrado (¡creo que siempre vamos tarde a los sitios! Otro castillo sin visitar…) pero dimos la vuelta por los alrededores disfrutando de la sombra de los árboles y el canto de los pájaros. Ya de camino hacia nuestra casa con ruedas volvimos a pasar junto al estanque de los patos y esta vez un pavo real y dos pavas nos deleitaron con su presencia.


Buscamos un lugar para dormir y encontramos un área gratuita justo en el aparcamiento del centro comercial Eroski ¡con lavandería! Así que allí fuimos a dormir, no sin antes pasar por el supermercado a comprar cuatro cosas necesarias para esa noche y quedar con mis tíos para tomar un refresco.


Al día siguiente aprovechamos para asear la autocaravana, lavar ropa, comprar, etc y por la tarde hacia Murcia, donde aparcamos en otro centro comercial desde donde podíamos movernos cómodamente.

Por la mañana, bien temprano, llevamos a Jordi a coger el tren, nos esperaban los primeros 5 días los peques y yo solos. Por suerte en Murcia y Cartagena viven algunos de mis tíos, así que aprovechamos para verles. Ese día fuimos a comer a un restaurante donde ofrecían platos sin gluten, el Keki Chef, y, para nuestra sorpresa, el menú infantil ¡era gratuito! Una comida y un servicio perfectos y después ¡a ver Murcia! 

El casco antiguo, la catedral, etc. Un paseo que nos permitió disfrutar del buen tiempo y la buena compañía. ¡Primer día sin el papi superado!



Al día siguiente reposamos. El cansancio se apoderó de mí, así que aproveché el centro comercial para que los peques jugaran en el área infantil y yo me senté a descansar por la mañana y por la tarde. Ellos se lo pasaron genial y yo conseguí pasar el día mejor de lo que me esperaba.

El lunes quedamos para ir a visitar el centro oceanográfico de Mazarrón donde trabaja mi tía. Vimos peces y más peces, plancton y algas e incluso nos presentó al mero Baldomero. A los niños les fascinó el centro oceanográfico, les impresionó ver como algunos peces nadan todos juntos haciendo círculos, o lo grande que es el mero Baldomero. Les encantó echarles comida y descubrir cómo son de minúsculos cuando nacen.


Ver las larvas a través del microscopio cautivó a Èrika y dar de comer a los peces fascinó a Aniol que se pasaron más de dos semanas (e incluso aún ahora algún día) jugando a ser científicos que cuidan a los peces.


Tanto la noche anterior como esa noche las pasamos en un aparcamiento que hay junto a una de las calas cercanas al oceanográfico. La primera noche estuvimos muy bien allí y decidí no movernos para pasar la segunda noche, pero lo que nos esperaba no lo podía imaginar. Pasamos la peor noche que recuerdo en la autocaravana. El viento empezó ya después de cenar y fue creciendo en intensidad, tanto que nuestra casa con ruedas se movía sin parar, parecía que en cualquier momento pudiera llevársela de allí una ráfaga de viento. Los peques se despertaron, primero uno y después el otro y quisieron venir a dormir conmigo. Ellos durmieron pero yo me debatí toda la noche entre quedarme allí y esperar a que el viento amainara o coger la autocaravana y salir a buscar un lugar donde dormir a las tantas de la noche, poniendo a los peques en sus sillas, reorganizándolo todo para poder conducir y sin saber a dónde dirigirme, pensando que las rachas de viento también las encontraría por la carretera. No tenía fuerzas para lo segundo, así que me quedé donde estaba esperando que el siguiente golpe de viento no fuera más fuerte que el anterior. Debo reconocer que pasé miedo y que aprendí que no debía volver a dormir en un precioso aparcamiento sobre una cala donde no haya nada que pare el viento ni por tierra ni por mar (obvio, lo sé…). A las 5 o las 6 de la mañana, cuando los vientos cambian, por fin pude descansar y dormir un poco hasta que una media hora más tarde los coches de la gente que iba a trabajar, empezaron a pasar por la carretera que teníamos justo al lado… En fin, una noche “horribilis”.


Por la mañana disfrutamos de la playa con sol y buen tiempo y por la tarde volvimos a Murcia, donde al día siguiente fuimos a ver el colegio en el que trabaja mi tío. A los peques les gustó ver el colegio y pintar animales y monstruos en la pizarra de la clase de 4º curso, aunque no añoraron nada el hecho de ira al cole ni de pasar horas en un aula en lugar de pasar el día viendo y viviendo aventuras. Cuando tras el recreo él tuvo que volver a sus clases, nosotros nos fuimos al parque y después a comer.

Por la tarde llegaba Jordi y fuimos a buscarle a la estación de tren, no sin antes jugar un rato en el parque. Los peques estaban emocionadísimos y tenían muchas ganas de volver a ver a su padre. Cuando llegó tuvieron reacciones muy distintas Aniol y Èrika. El peque se emocionó, ahogó un pequeño grito, sonrió, se enfurruñó, se abrazó a mí y no quiso decirle nada a su padre hasta pasado un buen rato, quizás más de diez o quince minutos, después se abalanzó sobre él y no quiso dejarle. Èrika, en cambio, nada más verle salió corriendo y riendo hacia los brazos de su padre y estuvo subiendo y bajando de su regazo mientras reía y le abrazaba durante más de 10 minutos. ¡Qué maneras tan diferentes que tienen de expresar lo que sienten!

Después de eso fuimos a casa de mi tío, donde dejó que los peques jugaran con un dron con el que se lo pasaron fenomenal y, ya por la noche, regresamos a nuestra casa con ruedas para cenar y dormir.


Al día siguiente hicimos un alto en el camino de la región de Murcia para ir hacia Almería, pero en unos días volveríamos...