¡Qué
ilusión! ¡Por fin en la carretera! ¡Cómo lo añorábamos! Pero hay que reconocer
que, por mucho que nos guste esta manera de vivir, no siempre es fácil. De
hecho, “fácil” no sería una palabra adecuada para definir nuestro modo de vida.
Después de casi un mes en una casa de casi 100m2 meterse en una autocaravana de
menos de 10m2 ¡tiene su intríngulis!
Todo
debe estar perfectamente ordenado, cada cosa tiene su sitio y con niños, a
veces, el sitio de algo es el suelo directamente, como las cajas de juguetes
que se sitúan perfectamente debajo de la mesa, por ejemplo. Con el día a día
uno se acostumbra a dónde están las cosas, cómo moverse para no molestarse,
cuál es el trabajo en cadena que toca llevar a cabo y todas esas cosas que
hacen que la vida en un espacio tan reducido sea lo más práctica y agradable
posible. Pero los primeros días son los más costosos…
Los
peques tienen su “habitación” que no es más que una cama y allí deben ponerse
el pijama para que podamos recoger la mesa después de cenar. A la hora de
recoger los juguetes uno debe recoger todo lo que han dejado por el suelo y la
mesa y otro todo lo que han tirado sobre la cama. Mientras uno de nosotros
friega los platos el otro acuesta a los niños y les cuenta un cuento medio
encorvado en su cama sobre la que no cabemos sentados sin doblar el cuello.
Otra de
las obras de ingeniería a la que debemos someter la autocaravana es el orden en
la nevera. Es pequeña y enseguida se llena, por lo que hay que aprovechar
perfectamente cada rincón. Y ¡Qué contar del baño! Vamos, que nos hemos vuelto
unos expertos en espacios pequeños.
Y bien,
después de unos días así (3 o 4, no más), intentando encontrar el orden y el
equilibrio malabarístico en la organización del día a día, ¡la cosa vuelve a
funcionar perfectamente! Y ese descontrol de los primeros días se olvida de
nuevo.
Mientras
intentábamos readaptarnos a nuestra pequeña casa viajamos hasta Pamplona donde
pudimos pasar un día muy bonito en familia. Los peques se lo pasaron genial con
la Bisa y jugaron con los juguetes de cuando mis hermanos y yo éramos pequeños,
incluso alguna muñeca de mis tías salió del armario para deleitar a Èrika. Tan
sólo estuvimos un día en Pamplona, dormimos por los alrededores y al día
siguiente pusimos rumbo a Francia. En esta ocasión no visitamos nada de
Pamplona, aunque la ciudad vale mucho la pena, pero ya hemos estado allí muchas
veces, así que esta vez no salimos de casa de la Bisa más que para ir a nuestra
casa con ruedas y al súper.
Por la
tarde llegamos a Biarritz donde me reencontré con una amiga con la que tan sólo
había coincidido en un curso durante dos fines de semana y con la que, sin
saberlo, tenemos más cosas en común de lo que recordaba. Hablamos como si nos
hubiéramos visto ayer mismo, nos contamos nuestros planes, nuestras ilusiones,
nuestros sueños y en tan sólo un par de horas nos pusimos al corriente de
nuestras vidas como si no hubiera pasado nada de tiempo desde la última vez que
nos vimos y como si nos conociéramos desde pequeñas. ¡Estos encuentros merecen
la pena!
Esa
noche dormimos en Biarritz y al día siguiente fuimos a la playa. Yo no estuve
más de 20 minutos allí. ¡El viento me helaba todo el cuerpo! Habíamos pasado
casi un mes a temperaturas muy agradables, sin nada de frío, yendo con una sola
manga o, como mucho, una chaqueta e incluso ¡nos habíamos bañado en el mar! y,
de repente, el Atlántico me atizaba con toda su fuerza, con viento frío (para
mi helado) que no cesaba y con más nubes que claros. Los peques quisieron
quedarse, normal, estaban en la playa, con arena, cubos y palas, para ellos
¡eso es casi el paraíso! Así que mientras ellos jugaban en la playa yo me
acurrucaba en la autocaravana a escribir un rato.
Después
de comer pusimos rumbo a La Duna de Pyla, ¡pero eso ya es otro capítulo!