miércoles, 11 de mayo de 2016

Región de Murcia muy familiar

Llegamos a Cartagena y, después de aparcar nuestra casa con ruedas en el aparcamiento cerca de la universidad, nos fuimos directos al castillo de la Concepción o castillo de los patos como se conoce en la zona.

Ese es el lugar que más recuerdo de cuando mis abuelos vivían allí hace ya más de 30 años cuando yo era muy niña y pasaba los veranos en Cartagena soñando que, cuando fuese mayor, me iría en uno de esos barcos que atracaban en el puerto con alguno de esos marineros vestidos de blanco que paseaban por el paseo marítimo junto al submarino de Isaac Peral que, por cierto, ya no está en el paseo sino en el museo.


Subimos escaleras y pendientes para llegar al castillo, ¡yo no recordaba esa subida!, y por fin llegamos al estanque de los patos. Para cualquiera que haya visto varios estanques con patos o pequeñas lagunas, ese estanque es minúsculo y, dado el nombre del lugar, cualquier visitante puede esperar encontrar decenas de patos, pero lo cierto es que hay poco más de media docena si llega y en el rato que estuvimos allí, ni se movieron siquiera del lugar en el que estaban cuando llegamos. A pesar de eso, los peques disfrutaron viendo los patos y a mí me brotaron recuerdos de niñez.


Fuimos hasta el mirador para ver las vistas del puerto y de Cartagena. Nos sorprendió el viento que, por lo visto, nos acompañaría durante todos los días que estuviéramos por la región de Murcia. Vimos el anfiteatro desde arriba y seguimos hasta el castillo. Cuando llegamos ya estaba cerrado (¡creo que siempre vamos tarde a los sitios! Otro castillo sin visitar…) pero dimos la vuelta por los alrededores disfrutando de la sombra de los árboles y el canto de los pájaros. Ya de camino hacia nuestra casa con ruedas volvimos a pasar junto al estanque de los patos y esta vez un pavo real y dos pavas nos deleitaron con su presencia.


Buscamos un lugar para dormir y encontramos un área gratuita justo en el aparcamiento del centro comercial Eroski ¡con lavandería! Así que allí fuimos a dormir, no sin antes pasar por el supermercado a comprar cuatro cosas necesarias para esa noche y quedar con mis tíos para tomar un refresco.


Al día siguiente aprovechamos para asear la autocaravana, lavar ropa, comprar, etc y por la tarde hacia Murcia, donde aparcamos en otro centro comercial desde donde podíamos movernos cómodamente.

Por la mañana, bien temprano, llevamos a Jordi a coger el tren, nos esperaban los primeros 5 días los peques y yo solos. Por suerte en Murcia y Cartagena viven algunos de mis tíos, así que aprovechamos para verles. Ese día fuimos a comer a un restaurante donde ofrecían platos sin gluten, el Keki Chef, y, para nuestra sorpresa, el menú infantil ¡era gratuito! Una comida y un servicio perfectos y después ¡a ver Murcia! 

El casco antiguo, la catedral, etc. Un paseo que nos permitió disfrutar del buen tiempo y la buena compañía. ¡Primer día sin el papi superado!



Al día siguiente reposamos. El cansancio se apoderó de mí, así que aproveché el centro comercial para que los peques jugaran en el área infantil y yo me senté a descansar por la mañana y por la tarde. Ellos se lo pasaron genial y yo conseguí pasar el día mejor de lo que me esperaba.

El lunes quedamos para ir a visitar el centro oceanográfico de Mazarrón donde trabaja mi tía. Vimos peces y más peces, plancton y algas e incluso nos presentó al mero Baldomero. A los niños les fascinó el centro oceanográfico, les impresionó ver como algunos peces nadan todos juntos haciendo círculos, o lo grande que es el mero Baldomero. Les encantó echarles comida y descubrir cómo son de minúsculos cuando nacen.


Ver las larvas a través del microscopio cautivó a Èrika y dar de comer a los peces fascinó a Aniol que se pasaron más de dos semanas (e incluso aún ahora algún día) jugando a ser científicos que cuidan a los peces.


Tanto la noche anterior como esa noche las pasamos en un aparcamiento que hay junto a una de las calas cercanas al oceanográfico. La primera noche estuvimos muy bien allí y decidí no movernos para pasar la segunda noche, pero lo que nos esperaba no lo podía imaginar. Pasamos la peor noche que recuerdo en la autocaravana. El viento empezó ya después de cenar y fue creciendo en intensidad, tanto que nuestra casa con ruedas se movía sin parar, parecía que en cualquier momento pudiera llevársela de allí una ráfaga de viento. Los peques se despertaron, primero uno y después el otro y quisieron venir a dormir conmigo. Ellos durmieron pero yo me debatí toda la noche entre quedarme allí y esperar a que el viento amainara o coger la autocaravana y salir a buscar un lugar donde dormir a las tantas de la noche, poniendo a los peques en sus sillas, reorganizándolo todo para poder conducir y sin saber a dónde dirigirme, pensando que las rachas de viento también las encontraría por la carretera. No tenía fuerzas para lo segundo, así que me quedé donde estaba esperando que el siguiente golpe de viento no fuera más fuerte que el anterior. Debo reconocer que pasé miedo y que aprendí que no debía volver a dormir en un precioso aparcamiento sobre una cala donde no haya nada que pare el viento ni por tierra ni por mar (obvio, lo sé…). A las 5 o las 6 de la mañana, cuando los vientos cambian, por fin pude descansar y dormir un poco hasta que una media hora más tarde los coches de la gente que iba a trabajar, empezaron a pasar por la carretera que teníamos justo al lado… En fin, una noche “horribilis”.


Por la mañana disfrutamos de la playa con sol y buen tiempo y por la tarde volvimos a Murcia, donde al día siguiente fuimos a ver el colegio en el que trabaja mi tío. A los peques les gustó ver el colegio y pintar animales y monstruos en la pizarra de la clase de 4º curso, aunque no añoraron nada el hecho de ira al cole ni de pasar horas en un aula en lugar de pasar el día viendo y viviendo aventuras. Cuando tras el recreo él tuvo que volver a sus clases, nosotros nos fuimos al parque y después a comer.

Por la tarde llegaba Jordi y fuimos a buscarle a la estación de tren, no sin antes jugar un rato en el parque. Los peques estaban emocionadísimos y tenían muchas ganas de volver a ver a su padre. Cuando llegó tuvieron reacciones muy distintas Aniol y Èrika. El peque se emocionó, ahogó un pequeño grito, sonrió, se enfurruñó, se abrazó a mí y no quiso decirle nada a su padre hasta pasado un buen rato, quizás más de diez o quince minutos, después se abalanzó sobre él y no quiso dejarle. Èrika, en cambio, nada más verle salió corriendo y riendo hacia los brazos de su padre y estuvo subiendo y bajando de su regazo mientras reía y le abrazaba durante más de 10 minutos. ¡Qué maneras tan diferentes que tienen de expresar lo que sienten!

Después de eso fuimos a casa de mi tío, donde dejó que los peques jugaran con un dron con el que se lo pasaron fenomenal y, ya por la noche, regresamos a nuestra casa con ruedas para cenar y dormir.


Al día siguiente hicimos un alto en el camino de la región de Murcia para ir hacia Almería, pero en unos días volveríamos...

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