Llegamos
a Cartagena y, después de aparcar nuestra casa con ruedas en el aparcamiento
cerca de la universidad, nos fuimos directos al castillo de la Concepción o
castillo de los patos como se conoce en la zona.
Ese es el lugar que más
recuerdo de cuando mis abuelos vivían allí hace ya más de 30 años cuando yo era
muy niña y pasaba los veranos en Cartagena soñando que, cuando fuese mayor, me
iría en uno de esos barcos que atracaban en el puerto con alguno de esos
marineros vestidos de blanco que paseaban por el paseo marítimo junto al
submarino de Isaac Peral que, por cierto, ya no está en el paseo sino en el
museo.
Subimos
escaleras y pendientes para llegar al castillo, ¡yo no recordaba esa subida!, y
por fin llegamos al estanque de los patos. Para cualquiera que haya visto
varios estanques con patos o pequeñas lagunas, ese estanque es minúsculo y,
dado el nombre del lugar, cualquier visitante puede esperar encontrar decenas
de patos, pero lo cierto es que hay poco más de media docena si llega y en el
rato que estuvimos allí, ni se movieron siquiera del lugar en el que estaban
cuando llegamos. A pesar de eso, los peques disfrutaron viendo los patos y a mí
me brotaron recuerdos de niñez.
Fuimos
hasta el mirador para ver las vistas del puerto y de Cartagena. Nos sorprendió
el viento que, por lo visto, nos acompañaría durante todos los días que
estuviéramos por la región de Murcia. Vimos el anfiteatro desde arriba y
seguimos hasta el castillo. Cuando llegamos ya estaba cerrado (¡creo que
siempre vamos tarde a los sitios! Otro castillo sin visitar…) pero dimos la
vuelta por los alrededores disfrutando de la sombra de los árboles y el canto
de los pájaros. Ya de camino hacia nuestra casa con ruedas volvimos a pasar
junto al estanque de los patos y esta vez un pavo real y dos pavas nos
deleitaron con su presencia.
Buscamos
un lugar para dormir y encontramos un área gratuita justo en el aparcamiento
del centro comercial Eroski ¡con lavandería! Así que allí fuimos a dormir, no
sin antes pasar por el supermercado a comprar cuatro cosas necesarias para esa
noche y quedar con mis tíos para tomar un refresco.
Al día
siguiente aprovechamos para asear la autocaravana, lavar ropa, comprar, etc y
por la tarde hacia Murcia, donde aparcamos en otro centro comercial desde donde
podíamos movernos cómodamente.
Por la
mañana, bien temprano, llevamos a Jordi a coger el tren, nos esperaban los
primeros 5 días los peques y yo solos. Por suerte en Murcia y Cartagena viven
algunos de mis tíos, así que aprovechamos para verles. Ese día fuimos a comer a
un restaurante donde ofrecían platos sin gluten, el Keki Chef, y, para nuestra
sorpresa, el menú infantil ¡era gratuito! Una comida y un servicio perfectos y
después ¡a ver Murcia!
El casco antiguo, la catedral, etc. Un paseo que nos permitió disfrutar del buen tiempo y la buena compañía. ¡Primer día sin el papi superado!
El casco antiguo, la catedral, etc. Un paseo que nos permitió disfrutar del buen tiempo y la buena compañía. ¡Primer día sin el papi superado!
Al día
siguiente reposamos. El cansancio se apoderó de mí, así que aproveché el centro
comercial para que los peques jugaran en el área infantil y yo me senté a
descansar por la mañana y por la tarde. Ellos se lo pasaron genial y yo
conseguí pasar el día mejor de lo que me esperaba.
El
lunes quedamos para ir a visitar el centro oceanográfico de Mazarrón donde
trabaja mi tía. Vimos peces y más peces, plancton y algas e incluso nos
presentó al mero Baldomero. A los niños les fascinó el centro oceanográfico,
les impresionó ver como algunos peces nadan todos juntos haciendo círculos, o
lo grande que es el mero Baldomero. Les encantó echarles comida y descubrir
cómo son de minúsculos cuando nacen.
Ver las larvas a través del microscopio
cautivó a Èrika y dar de comer a los peces fascinó a Aniol que se pasaron más
de dos semanas (e incluso aún ahora algún día) jugando a ser científicos que
cuidan a los peces.
Tanto
la noche anterior como esa noche las pasamos en un aparcamiento que hay junto a
una de las calas cercanas al oceanográfico. La primera noche estuvimos muy bien
allí y decidí no movernos para pasar la segunda noche, pero lo que nos esperaba
no lo podía imaginar. Pasamos la peor noche que recuerdo en la autocaravana. El
viento empezó ya después de cenar y fue creciendo en intensidad, tanto que
nuestra casa con ruedas se movía sin parar, parecía que en cualquier momento
pudiera llevársela de allí una ráfaga de viento. Los peques se despertaron, primero
uno y después el otro y quisieron venir a dormir conmigo. Ellos durmieron pero
yo me debatí toda la noche entre quedarme allí y esperar a que el viento
amainara o coger la autocaravana y salir a buscar un lugar donde dormir a las
tantas de la noche, poniendo a los peques en sus sillas, reorganizándolo todo
para poder conducir y sin saber a dónde dirigirme, pensando que las rachas de
viento también las encontraría por la carretera. No tenía fuerzas para lo
segundo, así que me quedé donde estaba esperando que el siguiente golpe de
viento no fuera más fuerte que el anterior. Debo reconocer que pasé miedo y que
aprendí que no debía volver a dormir en un precioso aparcamiento sobre una cala
donde no haya nada que pare el viento ni por tierra ni por mar (obvio, lo sé…).
A las 5 o las 6 de la mañana, cuando los vientos cambian, por fin pude
descansar y dormir un poco hasta que una media hora más tarde los coches de la
gente que iba a trabajar, empezaron a pasar por la carretera que teníamos justo
al lado… En fin, una noche “horribilis”.
Por la
mañana disfrutamos de la playa con sol y buen tiempo y por la tarde volvimos a
Murcia, donde al día siguiente fuimos a ver el colegio en el que trabaja mi
tío. A los peques les gustó ver el colegio y pintar animales y monstruos en la
pizarra de la clase de 4º curso, aunque no añoraron nada el hecho de ira al
cole ni de pasar horas en un aula en lugar de pasar el día viendo y viviendo
aventuras. Cuando tras el recreo él tuvo que volver a sus clases, nosotros nos
fuimos al parque y después a comer.
Por la
tarde llegaba Jordi y fuimos a buscarle a la estación de tren, no sin antes
jugar un rato en el parque. Los peques estaban emocionadísimos y tenían muchas
ganas de volver a ver a su padre. Cuando llegó tuvieron reacciones muy
distintas Aniol y Èrika. El peque se emocionó, ahogó un pequeño grito, sonrió,
se enfurruñó, se abrazó a mí y no quiso decirle nada a su padre hasta pasado un
buen rato, quizás más de diez o quince minutos, después se abalanzó sobre él y
no quiso dejarle. Èrika, en cambio, nada más verle salió corriendo y riendo
hacia los brazos de su padre y estuvo subiendo y bajando de su regazo mientras
reía y le abrazaba durante más de 10 minutos. ¡Qué maneras tan diferentes que tienen de expresar lo que sienten!
Después de eso fuimos a casa de
mi tío, donde dejó que los peques jugaran con un dron con el que se lo pasaron
fenomenal y, ya por la noche, regresamos a nuestra casa con ruedas para cenar y
dormir.
Al día
siguiente hicimos un alto en el camino de la región de Murcia para ir hacia
Almería, pero en unos días volveríamos...
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